Actualizado Martes , 08-06-10 a las 07 : 11
Hace unos días me despedí de mis alumnos recordándoles que, en la Plaza Nueva de Sevilla, estaba instalada la Feria del Libro. Les pedí que guardaran un poco del dinero de fin de semana para comprarse un libro en la Feria. Un libro, el que fuera, alguno que les hubiera recomendado un amigo, o que aparezca en nuestro blog de biblioteca o en los expositores de novedades del instituto. Mis alumnos son muchachos normales, algunos estudiosos y otros menos; algunos con expectativas de futuro y otros resignados ante lo que puede venir. Pero todos ellos conservan intacto el asombro de la adolescencia, esa interrogación constante ante las cosas, que les hace enfurruñarse y preguntarse mil veces por qué, por qué, por qué…
Algunos de estos niños no recordarían mi recomendación; otros la ignorarían y la juzgarían como inocente, pero, seguramente, varios de ellos pasearían por la Feria, removerían los libros en las casetas y, al menos así lo espero, hallarían algo que va a cambiarles la vida. Porque después de leer un libro, la vida nunca vuelve a ser la misma.
El presidente de la Junta de Andalucía ha presentado ante un multitudinario y, en algún caso, sorprendido auditorio, nada menos que ochenta medidas para mejorar la educación en Andalucía. La búsqueda de la panacea que arregle la educación está, sin lugar a dudas, entre los objetivos más pensados, programados y estudiados últimamente entre la clase política. Entre esas ochenta medidas están las que se refieren a la lectura. Porque, después de mucho indagar en las sesudas mentes de quienes elucubran acerca del éxito en la escuela, hemos vuelto la mirada a lo más sencillo, a lo que estaba más cerca aunque no notábamos su presencia: el humilde libro, el gran tesoro del libro que, en manos de un niño, adquiere todo el significado de una oportunidad única de aprender y de soñar.
Los niños de mi calle manejaban pocos libros. Solamente los había en algunas casas. Otras, no necesariamente las menos pudientes, ocupaban las estanterías de sus salones con figuritas de porcelana, con vajillas y vasos de cristal. Tener libros no era, en absoluto, una cuestión de dinero, sino de esperanza en el futuro. Por eso, en mi casa había una sola vajilla y muchos libros, que estaban por todas partes, de forma que ya casi no cabían en ningún sitio. Pero ningún libro se tiró nunca, sino que todos formaron parte de nuestra infancia y nuestra juventud, sin que hayamos podido desprendernos nunca de su calor. Esa fue nuestra patria, ésa nuestra esperanza, la misma que compartimos con tanta gente, la que todos entendemos sin necesidad de haber nacido en el mismo país o de hablar la misma lengua.
Durante los últimos años, la escuela ha sido, paradójicamente, un lugar del saber en el que la lectura no tenía espacio propio. Tanto es así y tan evidente resulta que ha habido que legislar horas específicas de lectura porque, de lo contrario, los momentos para leer no tenían cabida en el tiempo escolar. Aunque parezca mentira y una contradicción en sí misma, era y es posible terminar los estudios, aprobar y, en consecuencia, obtener un título, sin haber leído más libros que los de texto (y éstos, tampoco enteros, solamente la parte «que entra en el examen»). La lectura con mayúsculas, la gran lectura, la que abre delante de nuestros ojos el corazón de otros hombres, la lectura que se nos queda dentro para siempre, ha estado fuera de la escuela, se ha manifestado a escondidas en sólo unos pocos elegidos, gente que, sin saber por qué ni cómo, han sido tocados por la varita mágica de la necesidad de leer.
Las medidas para fomentar la lectura ponen sobre la mesa lo que no estamos haciendo. Y también expresan la gran evidencia: los alumnos podrán aprobar u obtener un título, pero el verdadero aprendizaje es imposible sin los instrumentos que el lenguaje proporciona. Y la lectura es el crisol en el que todos esos instrumentos se ponen en acción para producir, a la vez, conocimiento, emoción, belleza, fortaleza. El libro nos enseña, no únicamente conceptos o ideas, sino también experiencias, sentimientos, vivencias, reflexiones. El libro nos ayuda en los momentos de desesperación, cuando creemos que estamos solos (o, mejor, cuando somos conscientes de que la soledad es nuestra esencia) y cuando nos inunda el desamor, la añoranza o la impotencia.
¿Cómo privar a nuestros alumnos del placer de leer? ¿Por qué no conducirlos con la mayor firmeza por ese camino que les llevará a entender el sabor de las palabras, a situarlas en su punto justo, en ese espacio único que las convierte en efímeras al mismo tiempo que en eternas? ¿Cómo lograr que nuestras aulas, nuestras bibliotecas, nuestros departamentos, sean espacios abiertos a los libros, todos los libros?
Hay quien piensa que no es preciso fomentar la lectura entre los niños y jóvenes. Hay quien piensa que la lectura es una elección personal en la que no caben interferencias. Pero yo creo que se equivocan. Porque, de ser así, estamos condenando al vacío que genera la ausencia de palabras a todos aquellos que, por falta de tradición familiar, por genética o por sabe Dios qué circunstancia, no han nacido o no se han hecho lectores.
Creo que la familia es el primer espacio de cultivo de la lectura en los niños. Pero creo también que la escuela debe tener en los libros su principal recurso, su principal aliado, su fuente del saber y del sentir. Libros para todos los niños, no únicamente para aquellos que tienen la suerte de tener un acogedor ambiente familiar plagado de lecturas. Libros en la escuela para todos. No solamente en la clase de Lengua, sino en todas las materias porque, para todas ellas, la palabra es el instrumento esencial de comunicación y porque una palabra vale más que mil imágenes.
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